6.3.09

Contra la "manera gocha"


Una pequeña ciudad de proporciones casi perfectas -diría Aristóteles-, clavada en un alto valle de condiciones atmosféricas amables, de ricas tierras abundantes en frutos, atravesada por bravos ríos y coronada por una llama blanca encaramada en la punta de la roca congelada. Una pequeña ciudad que ha sido una ciudad-modelo en la mente y proyecciones de muchos porque potencial le sobra, porque tiene las dimensiones ideales, porque somos pocos, y, por tanto, el consenso, siempre huidizo, debiera estar a la mano. Pero no está, y es que las cosas pocas veces son como debieran.

Una pequeña ciudad escondida y cerrada en piedra, y por extensión sus habitantes se han escondido, cerrados en piedra. Huyen de la responsabilidad que sus deberes cívicos les demandan como si del limbo de los alaridos se tratara. Las calles antaño limpias ahora son botes de basura para las manos que sin pena se asoman de los carros y busetas y con gesto voluntarioso suman un papelito, una botellita de plástico o un envoltorio de colores plateados y brillantes. Los bravos ríos están domados y mugrientos. Las ricas tierras, están ahora agostadas y contaminadas. La Universidad que alguna vez fue luz para la ciudad hoy se atomiza en pequeñas plazas donde los jíbaros del conocimiento se pasean violentos y armados con el poder que la miseria de una ciudad escondida, cerrada en piedra les ha otorgado. El sentido común se perdió y ahora parece un extraño. Los que bien se comportan son percibidos como pendejos por los demás. La llama blanca congelada que nos coronaba se desvanece en el calor. Nuestra pequeña ciudad, patas arriba.

¿Dónde quedaron los ciudadanos conscientes? Poco se notan entre tanta viveza y corrupción; entre tanta ética de pacotilla; entre las apariencias; entre muchos que persiguen dinero y que en su carrera dejan atrás niños pobres, honestos derrotados y contaminación; entre esta inseguridad; entre tanto empleado público y privado que obsesivamente exprime hasta la última gota de su pequeña cuota de poder; entre tanta altanería chabacana de enormes anillos de grado; entre tantos que se hacen llamar licenciados y doctores; entre tanto profesor universitario que cree haber llegado al pináculo de las aspiraciones humanas y por eso piensan que pueden comportarse como cretinos babeantes sin que los demás nos demos cuenta; entre tantos que se llevan por delante a los que le rodean y que después cada semana, en la iglesia, se dan golpes de pecho como si de un borrón y cuenta nueva se tratara.

Pero no todo está perdido, existen unos cuantos que han decidido incluir el sentido común en sus cotidianidades, para ellos, que saben expresar con acciones su cariño por esta pequeña Mérida, es este llamado: La certeza de contar con la razón conlleva responsabilidad y la responsabilidad inevitablemente genera madurez y experiencia, en fin, nos convierte en hombres al tiempo que nos aleja de aquellos que infantilmente atemorizados permanecen en un estado animal, dominados por los impulsos y los resentimientos, nos distancia de aquellos que viven sin reflexión y sin contexto. Esa certeza signa el camino que debemos transitar si en realidad queremos una ciudad ordenada y limpia, una ciudad que no funcione bajo los parámetros de esa “cultura de la aceptación” que tiene paralizados a tantos merideños.

Dicen algunos que el término “gocho” proviene de cómo llamaban antiguamente a los cerdos, otros dicen que procede de la palabra francesa “gauche” -se pronuncia más o menos “gosh”- que traduce izquierda y que haría referencia a como los andinos hacen las cosas a la zurda o al revés de como debieran hacerse. Yo me quedo con la segunda, porque define con claridad como actúan en lo privado y en lo público ciertos merideños, que de tener una potencial ciudad-modelo han pasado a vivir en una ciudad sucia, desordenada y calurosa.

10.2.09

Coletazo


Hay una tendencia, ya medio vieja en Occidente, que muestra una notable disminución del interés que sienten las generaciones jóvenes por las “cuestiones políticas”. Esta cosa queda evidenciada en la disminuidas generaciones de relevo de los partidos políticos tradicionales, no sólo en los países más organizados, tipo Alemania, Inglaterra, Suiza, o Estados Unidos, sino también en países de nuestro lado del mundo como México, Argentina o Chile. Esa manera de hacer política que responde, por su propia naturaleza, a cuestiones veladas que están más allá de nuestra comprensión, porque están llenas de callejuelas y suciedades, rodeadas de información contaminada; esa manera de hacer política que sufre, en nombre de la seguridad, de unos niveles casi nulos de transparencia en su gestión, ha perdido el atractivo para una buena parte de los integrantes de nuestras generaciones.

Nuestro caso particular, el venezolano, hasta 1992 no se alejaba mucho de esa realidad: la política era para nuestros abuelos, que la leían en el periódico, gesticulando y arrebatados de la indignación por sabe Dios que desatino; para los políticos –adecos o copeyanos-, que prometían falazmente a sus bases partidistas para asegurarse un puesto en el coroto; y para nuestros estudiantes, que, aupados por los reclutas adecos o copeyanos, disentían quemando de vez en cuando unos cauchos. Hasta la entrada de Chávez en escena.

Después de 1992 nuestros jóvenes se convirtieron en políticos potenciales, también nuestras amas de casa, hasta el heladero tenía una opinión oportuna que delataba un interés desusado por el destino político del país. La sensación de que aires nuevos remozarían, en las elecciones de 1998, nuestra decadente plantilla de políticos esclerotizados venteó, primero sobre el valle de Caracas, y luego sobre todo el país; y muchos de nosotros saludábamos esos aires de cambios que eventualmente se transformaron en vientos áridos, cargados, cada vez con más frecuencia, de malos presagios.

Hoy, esa pugna política radicalizada, que se fortaleció con el innecesario y reiterado discurso revanchista y violento de Chávez apenas llegado al poder, y que se repotencia constantemente con la esencial e inquebrantable ineptitud de la oposición vuelve a colocarnos -pues nos empuja- en el camino del desinterés por las “misteriosas y sucias” cuestiones políticas.

No hace falta ser un observador agudo para caer en cuenta de que lo que tenemos hoy se parece bastante a lo de antes: un gobierno que busca persistir en el ejercicio del poder, apoyándose, como antaño, en el clientelismo; una corrupción boleta que todo lo tiñe: el fiscal de tránsito, el policía, el empleado público, los jueces, la información, los negocios y sus comisiones; la misma práctica política que favorece a los que militan en el parido único y, que en buena medida, se desentiende de las necesidades de los demás; la misma desinformación reinante, pues poco puede confiarse en lo que trasmite la tv o en lo que se lee en los diarios; y para rematar el parecido, de nuevo una práctica política cuyos intereses se alejan un buen trecho de los intereses del ciudadano de a pie, de modo que cada vez nos sentimos menos identificados con los problemas que tienen la atención del gobierno mientras que las dificultades que más nos apremian, como la inseguridad o la inflación, parecen perder importancia ante la titánica tarea que impone la puesta en marcha de la ideología.

Pero no puede pedírsele peras al olmo; el actual Presidente Hugo Chávez hace una política que inevitablemente permanece estrechamente vinculada, con la manera de hacer política de nuestros dinosaurios politiqueros de antaño, venga disfrazado de democracia o comunismo, pues es hijo de aquella época. El fenómeno Chávez se formó bajo el paraguas de esa manera de hacer política y si bien su propuesta se definió en contraposición a ella, la verdad es que el hombre no conoce otra cosa. ¿Sería posible, entonces, decir que Chávez y todo su cuento no son más que el último coletazo de aquellos cuarenta años de puntofijísmo, algo así como la decadencia final de aquellos valores ya rancios a inicios de los 80?

Así que aquí estamos, más o menos en el mismo punto que cuando comenzamos esta nota, donde volteamos y participamos –muchos de nosotros- de nuevo en esa tendencia ya medio vieja que se caracteriza por una apatía hacia la política tradicional, anulada únicamente en tiempos de elecciones por la esperanza de cambio.

Ahora bien, ¿esto que significa? ¿un eventual final de la participación política tradicional? No necesariamente, pero evidencia al menos un cambio en las preferencias políticas de la juventud. Desde el discurso tradicional se acusa a las generaciones jóvenes por su incapacidad para ejercer el ejercicio organizado tradicional de la política, o para el compromiso social pues, sostienen, su atención aparece fijada en la consecución de metas personales y en la satisfacción de su afán de diversión. Todo esto, dicen, viene causado por, o causa es del derrumbe de los valores.

No obstante, la realidad muestra otra cosa. Estas son generaciones activamente apolíticas pues simplemente con mantenerse al margen de modo decisivo y silencioso quitan vida a esas instituciones de la actividad política que giran alrededor de sí mismas. Pero no debe confundirse esto con una incapacidad para el compromiso. La cuestión culebrea por otro lado: lo estamos haciendo, sólo que, recorriendo otros derroteros. La política partidista ya no figura como una alternativa para muchos de nuestra generación, quien quiere comprometerse prefiere dirigirse a Greenpeace o participar como voluntario pues se percibe un espectro de intereses más cercanos con lo que son considerados problemas cotidianos, además de que la participación se hace de manera mucho más directa y en cuestiones puntuales.

Hoy las generaciones jóvenes de Occidente transitan hacia una manera de hacer política que ya no cuenta entre sus prioridades la lucha por la libertad política pues esta ya ha sido asumida. Los últimos cuatro años han sido demostrativos en grado sumo de esto, ya no es necesario pertenecer a un partido político para expresarse de forma coherente y ser escuchado por los medios o por los políticos tradicionales, y lo importante es que de esto están al tanto desde los del G8, hasta Chávez. La opinión pública está en la calle, es joven y no tiene miedo.

7.2.09

Se cambia nieve por beneficios

1980

2008


Una de las cosas que he aprendido de la historia es que el hombre no está sólo, siempre están con él sus circunstancias. Cuando me vine a Mérida no lo hice voluntariamente, las circunstancias me obligaron a venir. Y tras diecisiete años me considero merideño no de gratis, sino por que me duele lo que a Mérida le lastima y disfruto de lo que la nutre.

Si tomamos como medida esos diecisiete años debemos reconocer que los cambios han sido radicales y, de todos, el más sorprendente es el medioambiental. Todo merideño mayor de 20 años debe haber caído en cuenta. ¿Como no hacerlo? Hasta para el más distraído la reducción del glaciar del pico Bolívar, por ejemplo, debe ser evidente, y ¿qué podría decirse de aquellos 7 u 8 meses de frío al año, de tardes blancas para caminar por el centro embufandao y tomarse un chocolatico? poco puede decirse de ellos porque eso ahora sólo pasa en diciembre. Y ¿qué del agua sabrosa que se tomaba del grifo?, nada, porque ahora toda el agua debe ser hervida primero antes de beberla ¿y de la vida serena característica de Mérida?, muy poco, porque entre el hampa y la cantidad de automóviles estamos acabando con ella.

Cuando decimos medioambiental no nos referimos, como piensa la mayoría, exclusivamente al mundo natural. El medioambiente de una ciudad pequeña, por ejemplo, está constituido no sólo por los paisajes más o menos naturales que la rodean, sino también por los urbanismos, el sistema de transporte público y particular, por la seguridad policial, el sistema de desechos, niveles de ruido, parques, plazas e, indudablemente también, por su gente.

¿Cómo cambia el medioambiente de una ciudad tan drásticamente en tan poco tiempo? Con cada vez más gente, más motores, más apartamentos, más gente, más cocinas prendidas, más luces encendidas, más gente, más tubos de escape humeantes, más desperdicios en los ríos, más gente, más urbanizaciones, más empleos, más gente, más super-mercados, más estudiantes quemando cauchos, siempre más, y por lo general desorganizadamente.

Nuestra Mérida se encuentra ahora en un momento delicado, está creciendo a grandes pasos ingobernados, y aparentemente no hay intenciones ciudadanas de prestarle atención a lo que se avecina. ¿Incapacidad? ¿Ignorancia? ¿Cómo se le llama a quien que se queda en la vía a pesar de haber captado rato atrás los enceguecedores faros de un automóvil que vertiginosamente se le encima? ¿Suicida?

Así, cada vez hay más concesionarios automotores que no respetan los cupos máximos que tienen para entregar automóviles, mientras se hace muy poco para encontrar soluciones que resuelvan el terrible problema del tráfico que afecta prácticamente a toda la ciudad; las líneas del transporte público se apertrechan de nuevas unidades, lo que supone una solución a las largas esperas en las paradas, pero recogen y dejan a la gente donde sea, en una esquina, en plena avenida o en doble fila, potenciando significativamente el tráfico; se escucha por la radio y en ciertos ámbitos la preocupación por nuestros ríos –el 90% de nuestras cuencas hidrográficas regionales están contaminadas–, sin embargo, la gente espera a pasar por el puente para botar el papelito de las papitas o el pote de agua mineral –¿no lo cree? Párese 10 min. en el puente de los Chorros de Milla o en cualquier otro–; vamos en camino de crecer como ciudad, sin embargo, la policía tiene una manera bastante extraña, o al menos pintoresca, de enfrentar a los estudiantes acostumbrados a ventilar sus problemas en las principales avenidas quemando cauchos –difícilmente hubiesen podido escoger algo más contaminante y tóxico–; la policía se apertrecha con más funcionarios e inunda la ciudad de uniformados, pero no hay una red de inteligencia policial ni un sistema judicial acordes, por lo que el crimen campea y la inseguridad es cada vez mayor.

Ahora nos toca cambiar, y una vez más a causa de las circunstancias. Mérida ya lo está haciendo y no deberíamos quedarnos atrás. El que nunca hayamos sido ciudad no nos incapacita para serlo, no obstante, seguir creciendo como hasta ahora lo hemos hecho encierra un futuro cercano nada emocionante por desierto.

Si hasta aquí la cosa no luce bien, agárrese porque empeora. Los problemas arriba mencionados tienen todos algo en común: su solución pasa, en un principio, por la toma de conciencia individual de cada merideño. Pero la toma de conciencia es apenas el primer paso, después es necesario pasar a la acción, de otro modo lo pensado sólo como pensado se queda.

Sin embargo, antes de comenzar a imaginarnos cómo podríamos solucionar los problemas que enfrentamos, es necesario pensar primero qué queremos como comunidad para Mérida, hacia donde queremos guiar sus pasos. Si imaginamos una ciudad calurosa, sucia, sin atractivos turísticos, llena de gente grosera, peligrosa y aburrida, no hace falta que hagamos nada, podemos seguir en lo mismo, dejando que los problemas se acumulen, sin preocupaciones, como monigotes. Si por el contrario pensamos en Mérida como ciudad cultural, turística, típica andina, de población multicultural y limpia, es menester entonces accionar en pro de ese camino. Ojo, no se va a dar sólo, ni tampoco por iniciativa del gobierno central o regional. El camino debe emprenderlo la sociedad civil. Y si se pregunta quiénes son esos, mírese en un espejo. Es capital entender, además, que no es tarea del gobierno llevar a cabo ese proceso, basta con lo que ya nos ha dado: la conciencia política, que comienza cuando los integrantes de una sociedad se saben capaces de influenciar su entorno social de manera organizada, con el objeto de alcanzar las metas concensuadas.

Las instituciones de nuestra sociedad (universidad, iglesia, familia, asociaciones de vecinos, sindicatos, partidos políticos, asociaciones civiles) son los lugares indicados para comenzar un proceso interno que permita armarse de un andamiaje propositivo (actualmente inexistente) para la solución de nuestros problemas locales. Ese proceso terminará por revelar las potencialidades y límites de nuestras posibilidades, lo que permitiría al menos preconfigurar un camino a seguir hacia las metas trazadas.

Por otro lado, es imperioso entender que alcanzar una sociedad organizada pasa, entre otras cosas, por la previa aceptación de la reducción de la libertad propia individual con el objeto de lograr una “libertad colectiva” que generalmente se traduce en paz y seguridad. Y aquí se pone más peluda la cosa por que la reducción de esa libertad propia individual es percibida por la mayoría como pérdida y no como inversión.

Eso de reducir nuestra libertad individual si que es bien fastidioso. Que latoso cerrar la ducha cuando nos enjabonamos o bajarle el volumen a la música cuando a mi me gusta es a diez, que decir de guardarme el papelito o el pote en el bolsillo hasta que encuentre una papelera, o bajarme del carro a tocar el timbre de la casa de mi novia si tengo la corneta del carro, o abstenerme de comprar el repro robado para el carro o la cámara robada cuando sale tan barato, o pedir la parada sólo en las paradas cuando puedo quedarme –por donde pueda señor– más cerca de casa, dígame el fastidio de escribir una propuesta o un proyecto cuando puedo vociferar encapuchado quemando cauchos…

Pero como ya dije, el hombre nunca está solo, siempre están con él sus circunstancias, y no son pocas las veces que estas se imponen incluso hasta a las voluntades más recias. Cuando el agua sea el triple de cara por la cantidad de tratamientos de los que tendrá que ser objeto además de por su escasez, sólo los estúpidos seguirán dejando el chorro abierto sin necesidad; cuando la asociación de vecinos se ponga de acuerdo en una multa para los que no respetan la tranquilidad, sólo los sordos ricos pondrán su equipo a diez; cuando le quiten un par de unidades tributarias a todo aquél que pretenda convertir nuestra ciudad en un basurero, sólo los idiotas seguirán ensuciando; cuando el riesgo de ser juzgado por comprar cosas robadas se convierta en verdadero peligro de ser encarcelado, sólo los pichirres se ahorrarán sus lochas; cuando la quema de cauchos sea percibida como elemento catalizador del súbito calentamiento de nuestra ciudad y de la pérdida de nuestro atractivo turístico principal –las nieves eternas– entonces sólo babeantes cretinos seguirán reclamando de esa manera.

Podemos elegir entre apartarnos o quedarnos en la vía a pesar de las luces que se acercan. Puede que elijamos quedarnos y verlas llegar a toda velocidad, pero si es así estoy seguro que en algún momento, cerca del final, sentiremos duda y nos preguntaremos si no hubiese sido mejor moverse en pos de mejores pastos que quedarnos estáticos esperando.

6.2.09

El Circo



¡Pase adelante! ¡No lo dude más! ¡Acérquese y sorpréndase con nuestras monstruosidades e ilusiones, con nuestros extraños animales y rarezas! Ha llegado Ud. por fin a nuestro circo. ¡Pase adelante! Atrévase a cruzar la puerta y adéntrese en otro mundo, donde la realidad y la ficción se enredan, donde no podrá distinguir la verdad de la mentira y donde su capacidad de reflexión será echada a un lado, violada y confundida, para terminar con las piernas abiertas, despatarrada en un rincón.

¡Pase adelante! y siéntese en cualquiera de nuestras dos gradas, una de este lado y otra de este otro, ¡el espectáculo está por comenzar! Y recuerden estimados invitados a partir de ahora Uds. no son más que meros aceptantes; les pedimos, en nombre de la mentira, que dejen de usar su cerebro y no olviden atragantarse con nuestros bailes y maromas, y ¡claro! recuerde Ud. votar por su payaso favorito a la salida.

Le advertimos, antes de que comience nuestro grotesco espectáculo, que si se sienta en la grada de la derecha deberá cuidarse de las pedradas y los chillidos que le lloverán desde la grada de la izquierda, esa gente horrible, desheredada, acostumbrada a gritar para hacer entender las pocas palabras que se sabe; igualmente les decimos a quienes decidan sentarse en la de la izquierda, que deberán soportar las burlas, los chirretes, el desprecio y la muecas de los de la derecha, esa gente despreciable, acostumbrada a tenerlo todo y que para hacerse entender les basta levantar el dedo.

Ahora sí, mis estimados espectadores, simples aceptantes, es hora de dar comienzo a este circo de dos pistas, ¡Atención! Primero, como abreboca, disfruten de estas dos pantallas, cada una dedicada a desvirtuar la verdad, inclinando de a poco la balanza hacia su lado, y, mientras los farsantes que se esconden tras la pantalla de vidrio recitan su tanda de mentiras cuidadosamente armadas, apréndase idéntico lo que dice para así repetírselo a sus compañeros en el trabajo, o a sus amigos en las reuniones de los domingos, o a su familia a la hora de la comida, y si acaso siente que le abren las piernas y violan su cerebro, hágase el loco, no le pare, fíjese en quienes le rodean, ¿los ve? ¿aturdidos, con las bocas abiertas y con un hilo de baba que les cuelga de las comisuras de los labios?, no se preocupe, pronto Ud. se sentirá igual.

Ya vienen entrando a esta gran carpa nuestros extraños payasos, miren a aquél de allá, que entra por la izquierda, con una boina roja y la cara pintarrajeada y deformada por el resentimiento y la violencia, detrás de él viene su patética corte, los Valera, los Ron, los Serra, los Mario Silva, violentos, gritones. Y ahora de este lado, miren hacia la derecha, este grupete que viene con el maquillaje circense corrido de tanto llorar y quejarse, con los rostros desencajados por la disconformidad, allí se congregan los Goicochea, los Leopoldo Castillo, los Colomina, también violentos, también gritones.

Viene, cada grupo, agitando sobre sus cabezas las encuestas que los muestran como ganadores, tienen también pruebas que inculpan a los del otro grupo de todo tipo de conspiraciones y trampas, de esas que son tan comunes en la dinámica politiquera barata que nos encanta a todos aquí en este circo, el de la mediocridad.


Miren como desde esos dos extremos ambos grupos comienzan a acercarse el uno al otro, y lo hacen tirándose escupitajos, amenazándose con los puños cerrados y sin idea de lo parecidos que se ven a los ojos de aquellos que no formamos parte del circo. Y como si quisieran confirmar esta idea, una vez que se han acercado lo suficiente comienzan a confundirse a nuestros ojos, parecen hermanos en la miseria, vestidos de los mismo harapos. Son tan parecidos que gritan las mismas consignas, anhelan las mismas cosas, ambos quieren lo mejor para el país y mientras descalifican a los del otro grupo se llaman a sí mismos democráticos. Y así se entrecruzan y transitan el camino antes transitado por sus contrincantes y salen de la carpa por donde entraron sus antagonistas, como si nada, y es que en realidad poco ha sucedido. Entre ellos no mediaron palabras, sino gritos; nada de acuerdos, sólo el fútil intento de cambiar, mediante la imposición, la manera de pensar del otro; nada de identificación con ese otro, y mucho, muchísimo de identificación partidista.

Una vez concluida esta demente danza, en el silencio que prosigue, comienzan a escucharse intermitentes los suspiros y exclamaciones apagadas de los que siguieron el espectáculo desde sus respectivas gradas. Atontados, como despertando de un sueño muy profundo o de una orgiástica borrachera comienzan a levantarse de sus asientos y a dirigirse hacia la puerta, donde los espera aquél que les dio la bienvenida: ¡Esperamos les haya gustado! ¡No olviden depositar su voto! ¡Elijan a su payaso favorito! ¡Y no se olviden del camino! Para que así puedan disfrutar siempre del pan y el circo.