1980
2008
Una de las cosas que he aprendido de la historia es que el hombre no está sólo, siempre están con él sus circunstancias. Cuando me vine a Mérida no lo hice voluntariamente, las circunstancias me obligaron a venir. Y tras diecisiete años me considero merideño no de gratis, sino por que me duele lo que a Mérida le lastima y disfruto de lo que la nutre.
Si tomamos como medida esos diecisiete años debemos reconocer que los cambios han sido radicales y, de todos, el más sorprendente es el medioambiental. Todo merideño mayor de 20 años debe haber caído en cuenta. ¿Como no hacerlo? Hasta para el más distraído la reducción del glaciar del pico Bolívar, por ejemplo, debe ser evidente, y ¿qué podría decirse de aquellos 7 u 8 meses de frío al año, de tardes blancas para caminar por el centro embufandao y tomarse un chocolatico? poco puede decirse de ellos porque eso ahora sólo pasa en diciembre. Y ¿qué del agua sabrosa que se tomaba del grifo?, nada, porque ahora toda el agua debe ser hervida primero antes de beberla ¿y de la vida serena característica de Mérida?, muy poco, porque entre el hampa y la cantidad de automóviles estamos acabando con ella.
Cuando decimos medioambiental no nos referimos, como piensa la mayoría, exclusivamente al mundo natural. El medioambiente de una ciudad pequeña, por ejemplo, está constituido no sólo por los paisajes más o menos naturales que la rodean, sino también por los urbanismos, el sistema de transporte público y particular, por la seguridad policial, el sistema de desechos, niveles de ruido, parques, plazas e, indudablemente también, por su gente.
¿Cómo cambia el medioambiente de una ciudad tan drásticamente en tan poco tiempo? Con cada vez más gente, más motores, más apartamentos, más gente, más cocinas prendidas, más luces encendidas, más gente, más tubos de escape humeantes, más desperdicios en los ríos, más gente, más urbanizaciones, más empleos, más gente, más super-mercados, más estudiantes quemando cauchos, siempre más, y por lo general desorganizadamente.
Nuestra Mérida se encuentra ahora en un momento delicado, está creciendo a grandes pasos ingobernados, y aparentemente no hay intenciones ciudadanas de prestarle atención a lo que se avecina. ¿Incapacidad? ¿Ignorancia? ¿Cómo se le llama a quien que se queda en la vía a pesar de haber captado rato atrás los enceguecedores faros de un automóvil que vertiginosamente se le encima? ¿Suicida?
Así, cada vez hay más concesionarios automotores que no respetan los cupos máximos que tienen para entregar automóviles, mientras se hace muy poco para encontrar soluciones que resuelvan el terrible problema del tráfico que afecta prácticamente a toda la ciudad; las líneas del transporte público se apertrechan de nuevas unidades, lo que supone una solución a las largas esperas en las paradas, pero recogen y dejan a la gente donde sea, en una esquina, en plena avenida o en doble fila, potenciando significativamente el tráfico; se escucha por la radio y en ciertos ámbitos la preocupación por nuestros ríos –el 90% de nuestras cuencas hidrográficas regionales están contaminadas–, sin embargo, la gente espera a pasar por el puente para botar el papelito de las papitas o el pote de agua mineral –¿no lo cree? Párese 10 min. en el puente de los Chorros de Milla o en cualquier otro–; vamos en camino de crecer como ciudad, sin embargo, la policía tiene una manera bastante extraña, o al menos pintoresca, de enfrentar a los estudiantes acostumbrados a ventilar sus problemas en las principales avenidas quemando cauchos –difícilmente hubiesen podido escoger algo más contaminante y tóxico–; la policía se apertrecha con más funcionarios e inunda la ciudad de uniformados, pero no hay una red de inteligencia policial ni un sistema judicial acordes, por lo que el crimen campea y la inseguridad es cada vez mayor.
Ahora nos toca cambiar, y una vez más a causa de las circunstancias. Mérida ya lo está haciendo y no deberíamos quedarnos atrás. El que nunca hayamos sido ciudad no nos incapacita para serlo, no obstante, seguir creciendo como hasta ahora lo hemos hecho encierra un futuro cercano nada emocionante por desierto.
Si hasta aquí la cosa no luce bien, agárrese porque empeora. Los problemas arriba mencionados tienen todos algo en común: su solución pasa, en un principio, por la toma de conciencia individual de cada merideño. Pero la toma de conciencia es apenas el primer paso, después es necesario pasar a la acción, de otro modo lo pensado sólo como pensado se queda.
Sin embargo, antes de comenzar a imaginarnos cómo podríamos solucionar los problemas que enfrentamos, es necesario pensar primero qué queremos como comunidad para Mérida, hacia donde queremos guiar sus pasos. Si imaginamos una ciudad calurosa, sucia, sin atractivos turísticos, llena de gente grosera, peligrosa y aburrida, no hace falta que hagamos nada, podemos seguir en lo mismo, dejando que los problemas se acumulen, sin preocupaciones, como monigotes. Si por el contrario pensamos en Mérida como ciudad cultural, turística, típica andina, de población multicultural y limpia, es menester entonces accionar en pro de ese camino. Ojo, no se va a dar sólo, ni tampoco por iniciativa del gobierno central o regional. El camino debe emprenderlo la sociedad civil. Y si se pregunta quiénes son esos, mírese en un espejo. Es capital entender, además, que no es tarea del gobierno llevar a cabo ese proceso, basta con lo que ya nos ha dado: la conciencia política, que comienza cuando los integrantes de una sociedad se saben capaces de influenciar su entorno social de manera organizada, con el objeto de alcanzar las metas concensuadas.
Las instituciones de nuestra sociedad (universidad, iglesia, familia, asociaciones de vecinos, sindicatos, partidos políticos, asociaciones civiles) son los lugares indicados para comenzar un proceso interno que permita armarse de un andamiaje propositivo (actualmente inexistente) para la solución de nuestros problemas locales. Ese proceso terminará por revelar las potencialidades y límites de nuestras posibilidades, lo que permitiría al menos preconfigurar un camino a seguir hacia las metas trazadas.
Por otro lado, es imperioso entender que alcanzar una sociedad organizada pasa, entre otras cosas, por la previa aceptación de la reducción de la libertad propia individual con el objeto de lograr una “libertad colectiva” que generalmente se traduce en paz y seguridad. Y aquí se pone más peluda la cosa por que la reducción de esa libertad propia individual es percibida por la mayoría como pérdida y no como inversión.
Eso de reducir nuestra libertad individual si que es bien fastidioso. Que latoso cerrar la ducha cuando nos enjabonamos o bajarle el volumen a la música cuando a mi me gusta es a diez, que decir de guardarme el papelito o el pote en el bolsillo hasta que encuentre una papelera, o bajarme del carro a tocar el timbre de la casa de mi novia si tengo la corneta del carro, o abstenerme de comprar el repro robado para el carro o la cámara robada cuando sale tan barato, o pedir la parada sólo en las paradas cuando puedo quedarme –por donde pueda señor– más cerca de casa, dígame el fastidio de escribir una propuesta o un proyecto cuando puedo vociferar encapuchado quemando cauchos…
Pero como ya dije, el hombre nunca está solo, siempre están con él sus circunstancias, y no son pocas las veces que estas se imponen incluso hasta a las voluntades más recias. Cuando el agua sea el triple de cara por la cantidad de tratamientos de los que tendrá que ser objeto además de por su escasez, sólo los estúpidos seguirán dejando el chorro abierto sin necesidad; cuando la asociación de vecinos se ponga de acuerdo en una multa para los que no respetan la tranquilidad, sólo los sordos ricos pondrán su equipo a diez; cuando le quiten un par de unidades tributarias a todo aquél que pretenda convertir nuestra ciudad en un basurero, sólo los idiotas seguirán ensuciando; cuando el riesgo de ser juzgado por comprar cosas robadas se convierta en verdadero peligro de ser encarcelado, sólo los pichirres se ahorrarán sus lochas; cuando la quema de cauchos sea percibida como elemento catalizador del súbito calentamiento de nuestra ciudad y de la pérdida de nuestro atractivo turístico principal –las nieves eternas– entonces sólo babeantes cretinos seguirán reclamando de esa manera.
Podemos elegir entre apartarnos o quedarnos en la vía a pesar de las luces que se acercan. Puede que elijamos quedarnos y verlas llegar a toda velocidad, pero si es así estoy seguro que en algún momento, cerca del final, sentiremos duda y nos preguntaremos si no hubiese sido mejor moverse en pos de mejores pastos que quedarnos estáticos esperando.